Es demasiado pronto para saber qué ocurrirá con las iniciativas de Obama en su doble vertiente: las primeras medidas inmediatas para estimular la economía y una serie de programas de educación, medio ambiente, sanidad, transporte e inversiones sociales. La recuperación económica quizá sea imposible sin unas medidas mucho más extensas y drásticas que las que ha propuesto hasta ahora: unas nacionalizaciones de facto de bancos y grandes empresas. Para que varíe a largo plazo el equilibrio entre mercado y Estado será necesaria una movilización mucho más amplia y persistente que la habida en su campaña electoral.
Obama intuye, con razón, que sólo puede lograr sus propósitos si se enfrenta a los hábitos e intereses arraigados de la política estadounidense. Su objetivo inmediato, aparte de lograr la aprobación de las leyes necesarias para sus programas, es aumentar la mayoría demócrata en las dos Cámaras del Congreso en las elecciones parciales de 2010. Por ahora, pese a la desmoralización y los conflictos internos, los republicanos disponen de una considerable capacidad de obstrucción. Las reglas del Senado exigen 60 votos (no basta con 51) para someter una ley a votación, y los 41 senadores republicanos (los demócratas tienen 58 y un escaño aún permanece vacante) están aprovechando esa ventaja. En la Cámara de Representantes, los demócratas cuentan con una mayoría notable: 254 escaños frente a 178 republicanos y 3 vacantes. Sin embargo, no todos los demócratas apoyan las políticas económicas y sociales de Obama.
Kennedy pudo devolver el poder a los demócratas en 1961 porque el partido y los grupos que lo componían mantuvieron vivo el legado del New Deal durante los años de Eisenhower. Por el contrario, con Carter y Clinton, los demócratas se apartaron de ese legado. Ahora Obama tiene que convencer no sólo al país, sino a su propio partido, de que es necesario que renazca la socialdemocracia estadounidense.
En política exterior, Obama está aprendiendo a controlar la maquinaria imperial, incluidos el Ejército y los servicios de inteligencia. Junto con la secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha decidido apoyarse en los funcionarios que, al final de la Administración de Bush, celebraron la marcha del presidente y el vicepresidente. Obama y Clinton, en colaboración -hasta ahora- con el secretario de Defensa, Gates, y los mandos militares, han dejado claro que tienen una visión restrictiva del uso de nuestro poder militar (entre otras cosas, porque está muy erosionado). Ha habido aperturas hacia China y Rusia, han comenzado las negociaciones con Siria, se avecinan cambios respecto a a Cuba y se ha dado a entender a los israelíes que la política estadounidense sobre Oriente Próximo se dicta en Washington, y no en Jerusalén.
El plan de Clinton de celebrar una conferencia sobre Afganistán en la que intervengan los países vecinos (incluido Irán) y otros Estados interesados indica que el Gobierno estadounidense es receptivo a iniciativas que alivien al país de la carga que representa el unilateralismo. En las relaciones económicas internacionales no ha habido todavía una serie de iniciativas similares. Dada la desunión europea, está por ver si el presidente Obama presentará en la cumbre económica de abril en Londres la propuesta de empezar a reconstruir las instituciones económicas internacionales que han quedado claramente obsoletas.
No debemos minusvalorar la intensidad y la ferocidad de la oposición al presidente, tanto real como hipotética. Numerosos ciudadanos, sobre todo entre los menos cultivados, le consideran ilegítimo. En grandes sectores del capital piensan que él y los demócratas en general son una amenaza directa contra sus intereses. Están tratando de convencer a los ciudadanos corrientes de que la expansión del Gobierno es un peligro. A los fundamentalistas religiosos les ofende que defienda la racionalidad científica (como en el caso de la investigación con células madre) y les molesta su apertura cultural y religiosa. En política exterior, los unilateralistas ya le han criticado por sus políticas respecto a China y Rusia. Y se han unido al lobby israelí, cada vez más nervioso por la posibilidad de que el presidente reduzca su influencia, para lanzar advertencias en contra de las negociaciones con Irán.
La crisis económica y la energía y la inteligencia del presidente le han permitido, hasta ahora, imponerse a un Congreso recalcitrante, cuyos miembros saben muy bien que muchos de sus electores son partidarios de la nueva era que encarna Obama. La vulgarización de nuestro discurso público es enorme: el presidente se quedó asombrado cuando The New York Times (que puede presumir de tener cierto nivel cultural) le preguntó si su programa era "socialista".
Obama se enfrenta a una paradoja. Sus proyectos, a corto y a largo plazo, son experimentos de educación política que muy bien podrían convertirse en un nuevo New Deal y engendrar una nueva generación que lo lleve adelante. Sin embargo, esos proyectos no pueden triunfar sin una conciencia pública muy distinta a la que prevaleció durante los Gobiernos de Clinton y George W. Bush.
Lo primero que tiene que hacer Obama es educarse a sí mismo sobre los límites y las posibilidades de la presidencia y la nación en un siglo XXI definido por crisis y conflictos insólitos hasta hace muy poco tiempo.
Es tranquilizador, y no sólo para sus compatriotas, que sea tan consciente de la carga intelectual y moral que debe asumir.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown.