Un “pecado” para el que no hay piedad ni perdon"
En nuestra sociedad no es raro constatar momentos
en que prevalecen estados de opinión generalizada
condicionados negativamente por el ambiente,
la cultura o los “medios”, pudiendo generar
actitudes y comportamientos exacerbados e injustos
que afecten a ciudadanos concretos,
con lo que se suele caer en el mal detestable del
puritanismo y que a la vez resta crédito a la crítica.
Quizás sea un Caín, pero es humano,
Y, por él, Dios, celoso, nos pregunta:
-Abel, Abel, ¿qué has hecho de tu hermano?
(Pedro Casaldáliga)
Una noticia sorpresiva
La noticia trascendió veloz. Francois Houtart, a sus 85 años, después de 40 años de haber ocurrido, es denunciado por cometer un abuso sexual con un niño de ocho años. La denuncia la hace una prima suya, hermana del niño, precisamente cuando se estaba impulsando la campaña para postular para el sacerdote el Premio Nobel para la Paz. En octubre de 2010, la hermana pasó la información a la oficina CETRI (fundada por el mismo Houtart en la década de los setenta). Houtart renunció inmediatamente a la candidatura y fue paralizada por la comisión organizativa.
En el arco de tiempo de más de 60 años, Houtart ha tejido una vida meritoria, de esfuerzo y dedicación, a favor de los más pobres y de los pueblos más explotados y esclavizados por la lógica colonizadora e imperialista. Destacado analista, sociólogo y teólogo ha denunciado los intereses, tramas y procedimientos de una dominación, que ha reportado a miles y aun millones de seres humanos carencias, sufrimientos, humillaciones y marginaciones intolerables.
Esa entrega le ha valido sobresalir como una bandera , en torno a la cual, muchos se han unido, acogiendo y promoviendo sus causas y combatiendo a su lado el feroz dominio del Primer sobre el Tercer Mundo. Sin duda, su trabajo desinteresado ha hecho una siembra que ha fructificado en luz, entrega y compromiso de innumerables ciudadanos. Gracias a Houtart, a su esforzada entrega de tantos años, la vida de muchas personas y pueblos ha mejorado y ha evolucionado hacia niveles superiores de conciencia, de solidaridad, de liberación y de bienestar. Resulta natural, por tanto, que servida la noticia, la exclamación espontánea haya sido: ¡Qué lastima! ¡Qué pena!
Esta primera impresión no debe borrar el otro aspecto básico de la relación: el daño infligido a la víctima. Como me comentaba un profesor amigo: “Así como el desliz de Houtart no afecta a todo lo bueno que él hizo, también hay que tener en cuenta que todo lo bueno que él hizo no moraliza el delito cometido.
Encuadre y significado del hecho
Ciertamente, es una pena.
Pero quisiera enmarcar el significado de esta pena. Porque la pena, en este caso, parece referirse a él, como si una fuerza ciega lo hubiera fulminado. Es decir, el incidente del abuso sexual – real, pero esporádico, efecto de una imprudencia e irresponsabilidad según ha confesado él mismo, resuelto entonces con acuerdo de Houtart con los padres del niño y silenciado por 40 años- irrumpe ahora como un rayo que mata al autor: social, política y éticamente. La acción del abuso sexual se impondría como monstruosidad absoluta, que borraría la estela luminosa de su vida en beneficio de sus semejantes. “¡Qué lástima!”, parecería deplorar esta injusticia , pero la cargaría como inexorable destino.
Son dos, por tanto, los aspectos que conviene evidenciar: por una parte, la severísima condenación que, por lo general, hacen los eclesiásticos sobre las transgresiones sexuales y, por otra, la paradójica tolerancia y ocultamiento que han ejercido sobre los abusos sexuales con menores.
El ocultamiento de esos abusos, mantenido por siglos, ha perjudicado a la víctima, ha protegido al transgresor y al lograr publicidad en nuestros días se ha hecho detestable e intolerable, obligando a los responsables a comparecer por vez primera ante la jurisdicción civil y sin que les valga la mera solución del pecado ante el confesor. La justicia civil exige reparar daños y aplicar sanciones al transgresor.
Prevenirse contra un puritanismo cruel
Es justo y plausible lo que la sociedad demanda ante los abusos de este tipo: nadie, sea quien sea, queda exento del tribunal de la Justicia.
Al demolerse la cobertura cómplice de la clandestinidad mantenida por el sistema, puede ocurrir que el transgresor sea ahora escarnecido y maltratado más allá de los límites de la justicia. Me temo que es esto lo que pueda ocurrirle a Houtart, marcado con el irremisible sello de la exclusión y sin que puedan redimirle sus muchos y enormes méritos acumulados.
Desgraciadamente, la hegemonía y prepotencia del poder eclesiástico y la primacía ético-jurídica ejercida en los países de Occidente, le han permitido elaborar un sistema propio de leyes y procedimientos que lo sustraían a la jurisdicción civil y le conferían autonomía en su aplicación. Hoy, en una sociedad democrática, todos somos regidos por un mismo Derecho y sin que ningún credo religioso pueda servir de escape o exención para el cumplimiento de lo que son derechos y deberes cívicos universales.
Desde esta perspectiva, no resulta difícil entender que si, antes, al transgresor, le amparaba y defendía el sistema, ahora, tras minarlo en su capacidad de autonomía y responsabilidad individuales, lo deja solito e indefenso y, encima, le aplicará el rigor que ha ejercido sobre las otras transgresiones sexuales. Se le aplicará con toda probabilidad una desproporcionada justicia; desproporcionada por la absolutización del abuso y por contraposición a otros “pecados” sociales mucho más graves y en los que la complicidad, la indulgencia, el perdón o la amnistía actúan con una medida distinta.
El trasfondo cultural
de esta extrema severidad de la moral sexual
Y es aquí a donde quería llegar con estas mis reflexiones: descubrir la injusticia de un sistema que, por una parte, minusvalora, oculta y absuelve abusos sexuales que dañan profundamente al prójimo y, por otra, ensalza el puritanismo más cruel al sobrevalorar la gravedad de los pecados sexuales y perseguirlos con inusual rigor.
Está claro que en medio de todo, anda como sujeto de lo bueno y lo malo, la condición humana, débil y transgresora, y también la cultura que la condiciona y reviste de peculiar pecaminosidad en cada momento y situación de la historia.
La contradicción a que me refiero viene de siglos. Bastaría señalar como síntoma de esta contradicción el que en relación a ningún otro pecado se encuentra en la literatura eclesiástica la denominación de pecado nefando (innombrable) como se aplica al hecho del “pecado” homosexual. Tan es así que los padres, de tener que elegir, optarían porque su hijo fuera delincuente antes que homosexual. Y la masturbación se la consideraba como más grave que la fornicación, por ser aquella “contra naturam” y ésta “secundum naturam”.
Pienso que esta calificación ética, aplicada al campo sexual, puede entenderse si analizamos la marcha de los cambios culturales en los últimos siglos. Poco a poco la ignorancia, el miedo, y la represión han ido supliéndose por el conocimiento, el amor y la liberación. Y es que, en la cultural occidental, -y no sólo en ella- el sustrato de nuestra cultura lleva incorporados elementos remotos de dualismo atroz entre la materia y el espíritu, teniendo a la primera como innoble y degradante y al segundo como noble y enaltecedor.
La perfección humana, vista desde la óptica humana y también cristiana, estaba en proporción al grado de adhesión al espíritu y de desapego al cuerpo. Nada había tan opuesto a Dios y que nos alejara tanto de El como el ejercicio de la sexualidad. El camino perfecto era la abstinencia, el celibato, la castidad. De donde surgían dos caminos desiguales: el celibato como camino de primer orden y el matrimonio como camino de segundo orden. La castidad, virtud angelical, era la virtud reina y la caridad, virtud central y primera, la virtud súbdita.
Durante siglos se mantuvo como norma la de que, en materia sexual, todo pecado era grave, no había parvedad de materia. En cualquier tipo de pecado podía haber un más o un menos; aquí no, todo era grave. Se podía ser un poco rencoroso, un poco envidioso, un poco orgulloso, ¿un poco lujurioso?, no. Y, así, los pecados sexuales fueron acaparando la totalidad de la moral , siendo los únicos que acababan por ser llevados al confesionario y allí recibir severas amonestaciones y obsesivos controles.
Pasos para superar la cultura recibida
1.La reducción de la ética al ámbito sexual.
La reducción de la ética a la ética sexual, fue una operación intelectualmente mediocre y de efectos psicológicamente devastadores. La cristiandad andaba al acecho de las faltas y transgresiones sexuales, consumiendo en autoexámenes neuróticos energías personales y, a su vez, adormecida y alejada de la conciencia de otras transgresiones que afectaban a la raíz y centro de la existencia: amor, igualdad, justicia, solidaridad, sinceridad, ternura, misericordia, etc.
No aparece que este rigorismo tenga base en el Evangelio , ni en el sentido profundo de la ética humana. Pero, se ha impuesto de hecho, determinando en las conciencias y en la sociedad mecanismos de extrema crueldad y normas de desmesurada y ridícula represión sexual.
Pueden darse diversas explicaciones a este rigorismo. Y no resulta irrelevante la razón de quienes pretenden atribuirlo a un secreto poder coercitivo, que provendría de quienes, guardianes de lo sagrado, consideran el mundo de la sexualidad como el más opuesto a la Divinidad y el que representa la mayor degradación de la persona. La raíz de la represión cobraría legitimación en la convicción de estar luchando por la “dignidad” humana, que demandaría repudiar el ejercicio mismo de la sexualidad. ¿La fuente de tal severidad sería la enseñanza y práctica de Jesús o la voluntad vindicativa de cuantos, frustrados, y luego entregados a servir más y mejor a Dios, consideran la sexualidad como camino indigno e incompatible para unirse a él?
Explica también el hecho, saber que nunca a la sexualidad se le ha reconocido el intrínseco valor del placer, justificándolo únicamente como subordinado al proceso y fin de la procreación: “Tota enim quanta est (la relación sexual) propter generationem”, recogía el manual del moralista Arregui, libro de cabecera de los confesores.
El placer sexual, en sí mismo, no era ético, era indigno y reprobable, pecado . La “animalidad” de la relación sexual eclipsaba la grandeza de una relación personal e interpersonal unitaria, donde el amor era vivido y experimentado a través de las redes y poros del cuerpo, sin necesidad de tener que ser justificado por su conexión y dependencia de la procreación.
Otra razón de esta especial severidad la ven otros en que la intensidad del placer sexual amenazaría con identificarse con la felicidad misma. En lugar de considerarlo un elemento parcial de esa felicidad se lo constituiría en razón y centro absoluto de la misma, lo cual atentaría contra el mensaje mismo del Evangelio que coloca la felicidad en el seguimiento de Jesús, con la última y eterna posesión de la felicidad de Dios.
La solución dada no parece haber sido atinada, pues para evitar el posible riesgo de una posible absolutización del placer, se ha optado por demonizar la realidad misma del placer, elemento constitutivo e integrativo de la sexualdiad. Y para no caer en el riesgo, se preconiza como óptimo y encomiable el camino de la abstinencia y castidad completas. A más castidad, menos sexualidad; y a menos sexualidad, más virtud y perfección de la persona.
2. Revisión y cambio de modelo cultural
Revisar este trasfondo cultural es condición necesaria para rectificar una visión desajustada, que se traduce hacia dentro en obsesión y culpabilidad y hacia fuera en rigor y represión. Lo que va contra la naturaleza, desnaturaliza. Y la naturaleza humana es racional y libre, psicomáticamente unitaria, para relacionarse con conocimiento, amor y respeto con cualquier semejante y también en la relación específica masculino-femenina.
Esta unidad racional y responsable de la persona se puede perder y degradar ciertamente por el egoísmo en la manipulación sexual del otro, pero no menos por otras manipulaciones que puedan infligirle daño, humillación, sometimiento, tortura, desprecio, anulación del yo. La erótica del placer, absolutizada, buscada como panacea de la felicidad es un error y un espejismo, pero dicha erótica puede reprimirse y disfrazarse bajo la erótica del poder, el cual suele actuar con dosis incalculables de orgullo, prepotencia y desprecio a quienes lo critican y tratan de ponerle límites razonables.
3. Justicia y magnanimidad ética
La convivencia humana necesita una regulación basada en el Derecho, que trata de aplicar la razón y la justicia cuando el conflicto estalla entre ciudadanos. El respeto al otro, si no se ha cumplido, debe ser urgido por la autoridad y normas competentes. De otra manera, la parcialidad y arbitrariedad subjetivas harían imposible la convivencia. Hay una dignidad de todos, unos derechos y obligaciones universales, y unas mediaciones jurídicas que tratan de asegurar en el ámbito externo, lo más posible esa dignidad.
Si la sociedad pide que un asesino como José Ignacio Juana de Chaos, -que mató a 25 personas y que confiesa estar dispuesto a volver a matar-, siga en la cárcel es porque nuestro derecho a vivir está amenazado por él y no se hace acreedor al derecho de vivir en libertad. Eso no obsta a que yo piense que él puede cambiar, puede reconocer sus errores, puede regenerarse y ser readmitido a una convivencia positiva. Esta actitud supone una “fe” en el ser humano, en su bondad, en propiciarle condiciones que lo pueden humanizar y, al mismo tiempo, acredita la magnanimidad con que estamos hechos y que nos dispone a proceder, superando las reacciones instintivas contra los fallos humanos. ¿Quién puede autoproclamarse mejor que otro y erigirse en juez sin disponer de la interioridad, circunstancias y tramas de la vida del otro? ¿Podemos estar seguros de que, en las mismas circunstancias, no haríamos nosotros lo mismo? ¿Podría valer para esto lo dicho por San Juan de la Cruz: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor?
En ese sentido, la ley no puede asegurar que los sujetos en cuestión, acompañen interiormente el cumplimiento de lo exigido por la dignidad y derechos del otro. En ese terreno son la ética y pedagogía quienes tienen que sembrar reflexiones que hagan nacer actitudes libres y consecuentes de comprensión, de respeto y, si preciso, de enmienda y rectificación. Las personas pueden cambiar, son sujetos que aprenden y han podido ser influenciadas por ideas o comportamientos que deshumanizan a sí mismo y en su relación con los demás. ¿Es descabellado o razonable pensar que no habría transgresión alguna, por muy perversa y cruel que fuera, que no pudiese ser corregida, transformada, devolviendo de nuevo salud y sanidad ética al sujeto que la ha cometido? ¿Y que, desde esa sanación que le permite renacer a lo humano, pueda reintegrarse a la convivencia y ser restaurado y potenciado con su valer en su relación con los demás?
4. Perdonar setenta veces siete
A este respecto, conviene señalar que los cristianos se confrontan con una valoración específica ante quien peca o conculca la ley. Es la postura de Jesús: al enemigo incluso hay que perdonarle, y al que te ofende hay que perdonarle setenta veces siete, es decir, siempre.
El perdón no depende de que el otro admita su pecado y se arrepienta, aunque es imprescindible de cara a su rehabilitación para la convivencia, sino de saber que su bondad está por encima de la maldad, de que nunca esa disponibilidad para el bien se puede dar por perdida, de que es muy probable que su pecado sea producto más de unas circunstancias adversas que de su propia libertad, de que, en definitiva, nuestro comportamiento adopta el comportamiento de Dios, único en llegar al fondo de las cosas y saber que allí permanece la bondad secreta de su criatura humana, que merece confianza y perdón. La maldad más bien la creamos nosotros, -con nuestros deformados hábitos y justificaciones, con nuestras estructuras deficientes o perniciosas - más que provenir de la íntima realidad del ser humano.
5.Dolor y justicia dentro de la condición y totalidad de cada persona
La conclusión no puede ser más obvia e interpelante: la noticia del abuso sexual, en el caso comentado, merece nuestro dolor y reprobación; pero sin perder de vista la condición y totalidad del ser humano que lo realiza. El amor a nuestra propia dignidad exige la vigilancia y reprobación cuando ésta se desmanda, pero los desmanes son diferentes en magnitud y calidad. La verdad humana reclama hacer justicia, lamentar lo que se daña y determinar los pasos para repararlo, no confundir lo que es un mal eventual con otro sistemático, no reducir la total valía de una persona a un acto y no olvidar nunca la medida de lo sensato y razonable.
Lo expuesto sobre la severidad y puritanismo acerca de los pecados sexuales, apunta en primer lugar a exorcizar toda una cultura netamente antisexual y represiva, provista de falsos presupuestos y planteamientos y, en segundo lugar, a abrir el corazón a actitudes y reacciones menos virulentas e instintivas y a una educación que comience por comprender más la complejidad y diversidad de las circunstancias de cada vida humana y nos haga confiar más en todos.
El puritanismo sexual –tanto individual como colectivo- con su autojustificada reacción de acciones vindicativas y represivas, puede ser muy bien un termómetro de la propia e interior frustración, del miedo y represiones personales acumuladas. Nadie da lo que no tiene: el reprimido da represión; el libre libertad; el muy reprimido da mucha represión y el muy libre da mucha libertad.
6. A Jesús lo mataron los guardianes del poder y de los códigos ético-religiosos.
Es curioso, y da que pensar, que Jesús de Nazaret fustigase por encima de cualquier otro pecado el orgullo y la avaricia, la dureza de corazón y la hipocresía, la violencia y humillación de los más pobres ejercidas en nombre de Dios y de la religión, el desprecio de los mas humildes y desfavorecidos, en definitiva la ausencia del amor, la compasión y la ternura.
No le mataron ciertamente los humildes y pequeños, los más insignificantes de la sociedad, sino los dirigentes y sabios, los dueños del poder civil y religioso. Sabía El muy bien que en esa esfera, es donde fermentan los pecados más graves, los que se sobreponen a toda consideración, los que son colados como si nada y se los pretende incluso convertir en virtud con apelación a Dios y a la religión o, en versíón más secular, como requisito para lograr la democracia, los derechos humanos, la seguridad de todos.
El poder, con su multiforme faz opresiva, actúa en la sociedad, en las estructuras y en las conciencias y acaba por distorsionar demasiadas veces el curso de la existencia individual, de la pareja, de la familia, de la ciudad y de la política, con efectos muy negativos en el desarrollo del ámbito familiar, laboral, social y político.
Benjamín Forcano