IGNACIO VIDAL-FOLCH 29/08/2010
Margarida, la barquita azul, regresaba de alta mar hacia el embarcadero como cualquier otra barquita con la vela arriada, el motorcito en marcha y el patrón, con camisa negra y sombrero de paja, al timón. Y dentro, el marinero muerto del que se iba a hablar durante algunos días. Era la tarde del 11 de julio y soplaba un poco de brisa en la terraza del bar Preguiça, cuatro o cinco mesitas bajo un palio de caña. Por el rabillo del ojo, a la derecha, también podía ver tinglados y almacenes portuarios y la aduana marítima, unas naves de madera abrasada por el sol, construidas en tiempos coloniales, a las que desde 1975 no se le ha dado ni una mano de pintura, y delante el malecón y el mar azul. En el bar Preguiça siempre encontrabas mesa libre: para los blancos era demasiado simple y para los negros demasiado caro, y además el camarero, Jauino, era lacónico, bastante displicente y adusto, quizá le caían mal los clientes blancos.
Quizá su tatarabuelo fue uno de aquellos esclavos que los negreros portugueses se traían del continente, de las tribus de lo que ahora es Senegal, y reunían en estas islas antes de cruzar el océano Atlántico para venderlos en los mercados americanos. El suelo del Preguiça estaba encharcado de tedio, y la cerveza estaba tibia. A pesar de todo eso, al atardecer es un sitio excepcional: se veía desde allí el mar inmenso y misterioso. El sol poniente ponía incandescentes los cascos de los petroleros que llevaban semanas fondeados frente a la costa, hechizados por un conflicto diplomático con un caudillo de Venezuela, precisa y exactamente en donde siglos atrás -me dijo un día el señor Fonseca, propietario del hotel Estrela-do-Mar y gran señor isleño fondeaban los buques negreros. Calma chicha por toda la eternidad. A veces aparecía en la terraza un tripulante de uno de aquellos grandes buques, un mecánico o fogonero a juzgar por el rostro y el peto tiznados de grasa, un sujeto oriental de aspecto consumido y frágil, pero que despachaba botellines de cerveza como un Falstaff, y luego, comprobado que todo el líquido ingerido no bastaba para aturdirle en la medida deseada, se pasaba a los chupitos del licor transparente, oleoso, fuerte llamado grogue, para luego sacudir la cabeza como quien apaga una cerilla, pagar al camarero y alejarse, con rostro congestionado y pasos inciertos, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, con gran esfuerzo de la voluntad y prurito de decoro, y perderse tras una esquina de la ciudad. La terraza se quedaba vacía, soplaba la brisa, la tarde avanzaba, Jouino (él se sabría sus cosas) desaparecía de la vista.
Durante siglos, durante eones, estas islas estuvieron deshabitadas y fueron efectivamente verdes como el cabo continental del que toman el nombre, cubierto su suelo volcánico de vegetación, hasta que mediado el siglo XV las descubrió el navegante veneciano Alvise Cadamosto, al servicio de Enrique el Navegante (1394-1460), hermano del rey y la figura más destacada del principio de la era de los descubrimientos. Durante tres siglos y medio las islas fueron base del comercio de esclavos global y luego, etapa en los viajes trasatlánticos. Una explotación agrícola mal pensada, quizá un cambio climático, peló las islas. Para la población, mestiza de portugueses y africanos, la historia de sus antepasados es una historia de hambrunas periódicas y emigración masiva, lo que explica, según el señor Fonseca, el carácter "indolente y fatalista" del personal. Hay más caboverdianos en la emigración (700.000) que viviendo en su propia tierra. Quizá tomando todo esto en consideración, de forma inconsciente, para aquel camarero Jauino, del Preguiça, términos como "atención al cliente" o "competitividad" eran tiránicos e incluso carecían de sentido. O quizá era un tío borde. En cualquier caso estaba absolutamente ocupado en aburrirse. Su actitud indolente y fatalista hacía que al pedirle otra lata de refresco te sintieras un colono, un intruso. Probablemente lo eras. Solidario con él, me pasé a su bando, me aburrí. Era un sitio excelente para esto; el cielo, con sus dramáticos jirones de malva y oro resplandecientes, que se iban apagando, bajaba en la curva cupular más grande y majestuosa del mundo en busca del horizonte, pero antes de hundirse en el mar se ocultaba tras una franja turbia de viento continental saturado de arena del desierto africano. Toda veleidad de emprender alguna acción percutiva contra la resistencia del aire antes de la hora en que la atmósfera, por propia iniciativa, se disuelve un poco, se aligera, pierde densidad, parecía una insensatez. Postal de Cabo Verde: cielo luminoso, mar azul y transparente, terraza en el malecón, el chapaleo del agua que lame el embarcadero, la presencia lateral de esos tinglados de madera roída por el sol, la sal, la humedad, el tiempo, y ya fuera del cuadro, el callejón miserable en un desmonte salpicado de desperdicios que los escuálidos perros roen y chupan y lamen hasta hacerlos brillar como el limpiabotas al calzado del señorito; sur, callejón donde la naturaleza se desprende (sospecho que no sin alivio) de la máscara amena y colorista del crepúsculo espectacular (¡qué variado es el mundo!, ¿no? "¡No!", responde por telepatía el camarero) y muestra su rostro de muladar empedrado de casquería. Et in Arcadia Ego. Desde una ventana llega tenue la melodía dulce y perezosa de una morna famosa:
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