Um Artigo de Amy Gutmann
El interés que siempre he tenido por la justicia procede de mi padre, que huyó de la Alemania nazi cuando era un estudiante universitario judío en 1934 y llevó a toda su familia -sus padres y cuatro hermanos mayores- a vivir con él en India. No habrían sobrevivido si no hubiera sido porque mi padre tomó la iniciativa, y porque le permitieron establecerse, primero en India y, luego, en Estados Unidos. Durante muchos años, cuando era niña en una pequeña ciudad estadounidense, fui la única judía de mi clase. Todo el mundo sabía a qué religión pertenecía cada uno. Había tiempo para que los alumnos católicos asistieran a la catequesis, y yo iba a la escuela hebrea una vez a la semana. Pero, aparte de ser conscientes de nuestras distintas identidades religiosas, no comprendíamos su significado. Cuando llegó a mi colegio el primer chico judío, un compañero exclamó con vehemencia que "los judíos fueron los que mataron a Cristo". Mi historia personal hizo que, desde muy pronto, empezara a pensar en el papel que tiene la identidad de grupo en las vidas de las personas y las sociedades democráticas.
Es difícil comprender el papel tan importante que el recurso a la identidad de grupo -ahora llamado, en general, "política de la identidad"- desempeña dentro de las sociedades democráticas contemporáneas en relación con una gran variedad de fenómenos, desde la movilización política rutinaria en unas elecciones hasta el malestar civil en épocas de crisis.
Los detractores de la política de la identidad hacen hincapié en sus inconvenientes. Los grupos exigen a sus miembros una lealtad que puede chocar con sus obligaciones respecto a la sociedad, los seres humanos y el bien público. Las identidades de grupo -cristianos, musulmanes, judíos, hombres, mujeres, hispanos, negros, blancos, por no mencionar más que unas cuantas- asignan casi siempre estereotipos a los individuos ("asesinos de Cristo" o antisemitas, tolerantes o intolerantes, perezosos o trabajadores, fuertes o débiles, ambiciosos o protectores). Los estereotipos, por naturaleza, encasillan a las personas y limitan su libertad para definirse a sí mismas. Además, suelen engendrar hostilidad, en vez de las alianzas en torno a los valores comunes que constituyen la base unificadora de las democracias. Las divisiones que provoca la política de identidad de grupo desembocan en desconfianza, odio e incluso violencia; no precisamente una receta para la buena salud de las democracias ni la defensa de causas justas.
Los defensores de la política de la identidad presentan un panorama muy distinto. Señalan que los seres humanos no sólo siempre se han identificado con grupos, sino que siempre lo harán. Los seres humanos, dicen, son animales sociales. Además, los individuos se identifican de manera natural con quienes son "como nosotros"; ser como nosotros incluye identidades de grupo voluntarias e involuntarias tan distintas como las de humanos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, cristianos, musulmanes, judíos, heterosexuales, homosexuales o transexuales, y así sucesivamente. Negar la importancia de la identidad de grupo es no sólo negar un elemento fundamental de la identidad de cualquier persona, sino también pasar por alto las funciones positivas que desempeña en muchas vidas: muchos grupos -sobre todo, grupos minoritarios que a lo largo de la historia han sufrido la discriminación de las mayorías- ofrecen seguridad personal y sentido de pertenencia social, orgullo y mutuo apoyo, en situaciones en las que las mayorías todavía no han dejado de discriminar del todo.
Incluso cuando no hay discriminación, los defensores de la identidad de grupo nos recuerdan que, en la política democrática, los números cuentan. La clave del éxito en la política democrática es atraer, organizar y movilizar grupos, sean grupos de interés o grupos de identidad.
¿Existe alguna forma de superar esta enconada división entre los críticos y los defensores de la política de la identidad?
En la política democrática, la mayoría de la gente tiene más influencia en grupo, y los grupos de identidad son la expresión de una libertad de asociación fundamental. Si se les deja, los individuos se identifican con grupos. Pero una política de identidad que no esté también imbuida de un sentido de la justicia divide a la democracia en lugar de unirla. La clave es utilizar el sentido que cada uno tenga de la justicia democrática para inspirar y valorar la política de identidad. Hay muchas formas de que una política que dependa de grupos de identidad, y que esté influida por un sentido de la justicia, pueda ayudar a garantizar mejor las libertades, las oportunidades y la igualdad para todos los individuos, no sólo para los miembros más poderosos de grupos favorecidos o desfavorecidos.
Pensemos en un caso muy significativo de justicia denegada a causa de la política de la identidad: Julia Martinez vivió en la reserva de Santa Clara de los indios pueblo, en el suroeste de Estados Unidos, toda su vida. Se casó con un navajo y tuvieron ocho hijos a los que educaron en la reserva, donde aprendieron a hablar la lengua tradicional de los pueblos, tewa, y a respetar sus costumbres y tradiciones. Como Martinez se había casado con alguien que no era de la tribu, ni ella ni sus hijos podían tener la ciudadanía ni los derechos sociales de los pueblo. Si Martinez hubiera sido hombre y se hubiera casado con alguien de fuera, entonces sí habrían conservado todos los derechos correspondientes. Martinez presentó una demanda contra las autoridades tribales en la que invocaba la Ley de Derechos Civiles de los Indios de 1968: "Ninguna tribu india, en el ejercicio de sus poderes de autogobierno, negará a ninguna persona dentro de su jurisdicción la igualdad de protección ante la ley". Martinez perdió la demanda porque, en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, dividido, la mayoría decidió que "derogar las decisiones tribales, por buenos que sean los motivos, es destruir la identidad cultural bajo la apariencia de proporcionarla".
Con la excusa de proteger la soberanía pueblo, la mayoría del tribunal negó a las mujeres indias y a sus hijos el derecho de ciudadanía, al no reconocer que casi todas (si no todas) las personas tienen múltiples identidades de grupo: en el caso de Martinez, una mujer pueblo, casada con un navajo, y también ciudadana de Estados Unidos, que aspiraba a disfrutar de los mismos derechos que habría tenido un hombre en esas circunstancias. Negarle la igualdad con los hombres, como exigía la Ley de Derechos Civiles de los Indios de 1968, fue negarle justicia.
El caso de Martinez ilustra lo que tiene de malo la idea de conceder soberanía absoluta a cualquier grupo. Martinez perdió su demanda de igualdad de trato no por su identidad de grupo, sino porque la mayoría de los miembros del Tribunal Supremo de Estados Unidos decidió ceder la soberanía absoluta a las autoridades pueblo -todas ellas, varones-, pese a que eso suponía derogar la igualdad cívica, la libertad y la igualdad de oportunidades para las mujeres pueblo. No existe ninguna prueba que indicase que la identidad pueblo habría quedado "destruida" por conceder esos derechos a las mujeres. Las identidades de grupo son múltiples, no singulares. Es de suponer que la identidad de Martinez como mujer pueblo formaba parte de la identidad pueblo en su conjunto.
Y, como las identidades de grupo son múltiples, no singulares, y la política democrática necesita tener en cuenta a la justicia para prosperar, la relación entre identidad de grupo y democracia es compleja. Los grupos de identidad, en general, no son ni amigos ni enemigos de la justicia democrática. Plantean unos retos muy claros que quienes se preocupan por la democracia deben abordar. Los grupos de identidad ofrecen la ventaja de la organización con arreglo a la identidad común en la política democrática. Pero también plantean problemas a los subgrupos que hay dentro de ellos y a los que no pertenecen a ninguno. Una visión democrática de la política de la identidad debe identificar los aspectos positivos y problemáticos que tiene la identidad de grupo en la política democrática. En este sentido, la noción de identidad en democracia indica cómo podemos reconocer lo bueno, lo malo y lo feo que hay en la política de la identidad, para ser capaces de fomentar lo bueno y disminuir (aunque no podamos eliminar por completo) lo malo y lo feo.
Los detractores de la política de la identidad hacen hincapié en sus inconvenientes. Los grupos exigen a sus miembros una lealtad que puede chocar con sus obligaciones respecto a la sociedad, los seres humanos y el bien público. Las identidades de grupo -cristianos, musulmanes, judíos, hombres, mujeres, hispanos, negros, blancos, por no mencionar más que unas cuantas- asignan casi siempre estereotipos a los individuos ("asesinos de Cristo" o antisemitas, tolerantes o intolerantes, perezosos o trabajadores, fuertes o débiles, ambiciosos o protectores). Los estereotipos, por naturaleza, encasillan a las personas y limitan su libertad para definirse a sí mismas. Además, suelen engendrar hostilidad, en vez de las alianzas en torno a los valores comunes que constituyen la base unificadora de las democracias. Las divisiones que provoca la política de identidad de grupo desembocan en desconfianza, odio e incluso violencia; no precisamente una receta para la buena salud de las democracias ni la defensa de causas justas.
Los defensores de la política de la identidad presentan un panorama muy distinto. Señalan que los seres humanos no sólo siempre se han identificado con grupos, sino que siempre lo harán. Los seres humanos, dicen, son animales sociales. Además, los individuos se identifican de manera natural con quienes son "como nosotros"; ser como nosotros incluye identidades de grupo voluntarias e involuntarias tan distintas como las de humanos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, cristianos, musulmanes, judíos, heterosexuales, homosexuales o transexuales, y así sucesivamente. Negar la importancia de la identidad de grupo es no sólo negar un elemento fundamental de la identidad de cualquier persona, sino también pasar por alto las funciones positivas que desempeña en muchas vidas: muchos grupos -sobre todo, grupos minoritarios que a lo largo de la historia han sufrido la discriminación de las mayorías- ofrecen seguridad personal y sentido de pertenencia social, orgullo y mutuo apoyo, en situaciones en las que las mayorías todavía no han dejado de discriminar del todo.
Incluso cuando no hay discriminación, los defensores de la identidad de grupo nos recuerdan que, en la política democrática, los números cuentan. La clave del éxito en la política democrática es atraer, organizar y movilizar grupos, sean grupos de interés o grupos de identidad.
¿Existe alguna forma de superar esta enconada división entre los críticos y los defensores de la política de la identidad?
En la política democrática, la mayoría de la gente tiene más influencia en grupo, y los grupos de identidad son la expresión de una libertad de asociación fundamental. Si se les deja, los individuos se identifican con grupos. Pero una política de identidad que no esté también imbuida de un sentido de la justicia divide a la democracia en lugar de unirla. La clave es utilizar el sentido que cada uno tenga de la justicia democrática para inspirar y valorar la política de identidad. Hay muchas formas de que una política que dependa de grupos de identidad, y que esté influida por un sentido de la justicia, pueda ayudar a garantizar mejor las libertades, las oportunidades y la igualdad para todos los individuos, no sólo para los miembros más poderosos de grupos favorecidos o desfavorecidos.
Pensemos en un caso muy significativo de justicia denegada a causa de la política de la identidad: Julia Martinez vivió en la reserva de Santa Clara de los indios pueblo, en el suroeste de Estados Unidos, toda su vida. Se casó con un navajo y tuvieron ocho hijos a los que educaron en la reserva, donde aprendieron a hablar la lengua tradicional de los pueblos, tewa, y a respetar sus costumbres y tradiciones. Como Martinez se había casado con alguien que no era de la tribu, ni ella ni sus hijos podían tener la ciudadanía ni los derechos sociales de los pueblo. Si Martinez hubiera sido hombre y se hubiera casado con alguien de fuera, entonces sí habrían conservado todos los derechos correspondientes. Martinez presentó una demanda contra las autoridades tribales en la que invocaba la Ley de Derechos Civiles de los Indios de 1968: "Ninguna tribu india, en el ejercicio de sus poderes de autogobierno, negará a ninguna persona dentro de su jurisdicción la igualdad de protección ante la ley". Martinez perdió la demanda porque, en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, dividido, la mayoría decidió que "derogar las decisiones tribales, por buenos que sean los motivos, es destruir la identidad cultural bajo la apariencia de proporcionarla".
Con la excusa de proteger la soberanía pueblo, la mayoría del tribunal negó a las mujeres indias y a sus hijos el derecho de ciudadanía, al no reconocer que casi todas (si no todas) las personas tienen múltiples identidades de grupo: en el caso de Martinez, una mujer pueblo, casada con un navajo, y también ciudadana de Estados Unidos, que aspiraba a disfrutar de los mismos derechos que habría tenido un hombre en esas circunstancias. Negarle la igualdad con los hombres, como exigía la Ley de Derechos Civiles de los Indios de 1968, fue negarle justicia.
El caso de Martinez ilustra lo que tiene de malo la idea de conceder soberanía absoluta a cualquier grupo. Martinez perdió su demanda de igualdad de trato no por su identidad de grupo, sino porque la mayoría de los miembros del Tribunal Supremo de Estados Unidos decidió ceder la soberanía absoluta a las autoridades pueblo -todas ellas, varones-, pese a que eso suponía derogar la igualdad cívica, la libertad y la igualdad de oportunidades para las mujeres pueblo. No existe ninguna prueba que indicase que la identidad pueblo habría quedado "destruida" por conceder esos derechos a las mujeres. Las identidades de grupo son múltiples, no singulares. Es de suponer que la identidad de Martinez como mujer pueblo formaba parte de la identidad pueblo en su conjunto.
Y, como las identidades de grupo son múltiples, no singulares, y la política democrática necesita tener en cuenta a la justicia para prosperar, la relación entre identidad de grupo y democracia es compleja. Los grupos de identidad, en general, no son ni amigos ni enemigos de la justicia democrática. Plantean unos retos muy claros que quienes se preocupan por la democracia deben abordar. Los grupos de identidad ofrecen la ventaja de la organización con arreglo a la identidad común en la política democrática. Pero también plantean problemas a los subgrupos que hay dentro de ellos y a los que no pertenecen a ninguno. Una visión democrática de la política de la identidad debe identificar los aspectos positivos y problemáticos que tiene la identidad de grupo en la política democrática. En este sentido, la noción de identidad en democracia indica cómo podemos reconocer lo bueno, lo malo y lo feo que hay en la política de la identidad, para ser capaces de fomentar lo bueno y disminuir (aunque no podamos eliminar por completo) lo malo y lo feo.
Amy Gutmann es filósofa, rectora de la Universidad de Pensilvania y autora, entre otros títulos, de La identidad en democracia (Katz).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
in http://www.elpais.com/articulo/opinion/mujer/navajo/tribu/pueblo/elpepiopi/20081031elpepiopi_11/Tes
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